Elizabeth and a Stuffed Animal
Una ilustración de Jesucristo con brazos abiertos tuvo una impresión duradera en mi vida.
Mis dos hermanas menores y yo dejamos nuestro hogar en Latvia cuando tenía 7. Alguien en nuestra escuela notó que no nos cuidaban nuestros padres. Ellos abusaban del alcohol y las drogas.
Si tenía hambre, debía alimentarme cuando había comida disponible. También me hacía cargo de mis hermanas. El no depender de nadie para cuidarnos me enseñó a depender de mí misma, pero eso no me dio confianza. Justo lo opuesto.
Me sentía sin valor, y que nadie me escuchaba o me veía. No tengo fotos de mi infancia y no tuve fiestas de cumpleaños hasta que crecí.
Anhelando una familia
Nos colocaron en un orfanato, luego nos transfirieron a un hogar con otros niños adoptados un año después. Solo decían familia y yo decía que sí, desesperada por experimentar lo que era una familia feliz. Pero temía que me devolvieran al orfanato.
En respuesta, mis interacciones con otros eran de transacción y sin emoción. “¿Dónde debo estar? ¿Qué quieres que haga? ¿Qué esperan de nosotros?” Me aseguraba que todo saliera perfectamente.
Como la mayor de los niños adoptados, llevaba sobre mí la responsabilidad de asegurarme que los otros niños comieran, fueran a la escuela y cumplieran con sus tareas.
Cada día se trataba de ir de un punto a otro. Uno de los momentos brillantes era la clase de música después de la escuela. Pero eso implicaba llegar más tarde a casa y terminar haciendo tarea a la medianoche.
En la escuela se burlaban de mí y de mis hermanas por nuestras ropas de segunda mano. Estar limpias era un desafío pues debíamos ahorrar agua, ya que los ocho niños debíamos bañarnos uno tras otro en la misma agua de baño.
En una casa grande, faltaba la comida. Desayunaba una rebanada de pan y preparaba la cena por la noche. No nos alcanzaba para comprar comida en la escuela, que nos quedaba a 12 kilómetros a pie.
Un regalo de gozo
Un día, cuando tenía 10 años, caminé varios kilómetros con mi madre adoptiva para recoger comida de asistencia. En la fila, alguien me ofreció un regalo. Titubeé al principio pero pensé: “¿Por qué alguien me daría un regalo?”
Regresamos a casa con las cajas de regalos de Operation Christmas Child para abrirlas.
Fueron los kilómetros más largos de mi vida. Hacía frío y nevaba, pero la emoción de ver lo que había adentro corría por mis venas.
Lo primero que vi cuando mis hermanas abrieron sus regalos fue su gozo y alegría. Me embargó verlas felices. Pero me volví a preguntar: “¿Por qué un extraño me daría un regalo?” No imaginé que un extraño me amara. Pero entonces pensé, tal vez hay esperanza en este mundo caótico y hay gente amable que se interesa por ti.
Entre los regalos había un cepillo de dientes, un cuaderno para colorear, un cuaderno, un lápiz labial y un ratón morado de peluche.
El ratón morado era el primer juguete que recibía y me pertenecía solo a mí. Lo puse en mi cama. Dormía con él junto a mi almohada. Era mi protección. Parecía que me vigilaba.
El lápiz labial fue el primer maquillaje que había visto o usado. Mis hermanas y yo jugábamos con él a disfrazarnos. Empecé a creer que había personas buenas y consideradas allá afuera.
Receiving that shoebox gift played a huge part in my life. It changed my perspective on life and people. I started to believe that there were good and thoughtful people out there.
El Mejor Regalo
Entre los regalos había un librito del Evangelio llamado El Mejor Regalo. Las ilustraciones a color picaron mi curiosidad.
Era la primera vez que leía sobre Jesús. Pensé: “¿Quién es Jesús y por qué la gente lo admira tanto?”
No entendía palabras como “oración” o “resurrección”, pero estaba fascinada por los dibujos de Jesús, en particular uno donde está con los brazos abiertos.
Más tarde, mientras experimentaba un tiempo difícil y esperaba que una familia nos adoptara a mí y a mis hermanas, recordé lo que había leído en El Mejor Regalo.
Mientras oraba por primera vez, fue como si una cobija calientita e invisible me rodeara. Sentí que alguien me abrazaba.
Seguí orando con regularidad, especialmente por una familia propia, y un año después, una familia en Estados Unidos nos adoptó a mis hermanas y a mí.
El amor que nos tienen es fuerte y puro.
Cuando fuimos juntos a la iglesia, vi cajas rojas y verdes y de inmediato las reconocí y las asocié con Operation Christmas Child.
Cada miembro de mi familia ha empacado más cajas de regalos para que otros niños como yo y mis hermanas experimenten el amor y el gozo que se encuentran en Jesucristo.
Él me ama. Estuvo a mi lado todo el tiempo. No lo vi ni oí de Él, pero estuvo ahí. En realidad, le importo.